«Amerikara noa ere nere borondatez,/ hemen baino hobeto izateko ustez» (Benito Lertxundi)
Malo es que la derecha se haya apropiado de buena parte del lenguaje de la izquierda en su guerra cultural, pero que un sector de la izquierda haga suyo el discurso de extrema derecha sobre la inmigración puede ser demoledor para el resultado de esa guerra. Hay mucho que discutir sobre inmigración en el seno de la izquierda, y, visto lo visto, algo de lo que preocuparse.
Abordar el fenómeno de la migración como un derecho y no como un problema es, en mi opinión, la línea que define los campos de la izquierda y la derecha en esta cuestión. El reconocimiento de un derecho (a migrar en este caso) no puede estar subordinado a la conveniencia de quien se beneficia de su negación (la xenofobia). Los problemas se abordan para ser resueltos y los derechos para ser reconocidos y preservados. Es muy frecuente considerar como problema de la migración los problemas que generan su prohibición o su regulación restrictiva.
No sé sobre qué principio moral puede sustentarse el derecho a una vida mejor por nacimiento (¿el derecho divino de la monarquía?). La negación de la ciudadanía o su reconocimiento restringido es incompatible con el principio de la igualdad de oportunidades al que debe aspirar toda persona que aspire a vivir en una sociedad de iguales en derechos (y diferentes en todo lo demás). Como señaló Jorge Riechmann, la crítica al buenismo no es sino la pretensión neoliberal de desembarazarse de la ética.
La migración no va a acabar nunca, a ver si nos entra en la cabeza. La especie humana lleva migrando más de 50.000 años y lo seguirá haciendo siempre que considere la posibilidad de encontrar una vida mejor en otro lugar. La única frontera que ha pervivido en la historia de la humanidad es la que marca el espacio donde no puede obtenerse lo necesario para vivir.
Sería un buen punto de partida asentar estos dos principios en el marco discursivo de la izquierda sobre el fenómeno de la migración: es un derecho y es imposible impedirla.
Como expone Miguel Pajares en «Refugiados climáticos», diferentes investigaciones vienen a coincidir en una estimación media de que dentro de 35 años podría doblarse el actual número de migrantes en el mundo, con gran peso de las migraciones climáticas. La política de cierre de fronteras condenaría a millones de personas a quedar «atrapadas, prácticamente condenadas a la muerte». Ante esta eventualidad sobrevuela el peligro de que se expanda por todo el planeta el terrible genocidio que hoy se tolera en Gaza.
Una posición que se reclame de izquierdas es incompatible con alimentar los prejuicios que describen a las personas migradas como «gente desestructurada, marginal» algo que contrasta con la realidad que conocemos de la mayoría de las personas migradas. ¿Acaso responden a este perfil las miles de personas que conocemos trabajando en los cuidados, la construcción, la sanidad, transporte u hostelería?
La izquierda no puede aceptar el relato (ficción) de la derecha de que las personas inmigrantes «pretenden beneficiarse de nuestro nivel de consumo y de las mejores condiciones que ofrece este modelo europeo». Esta afirmación obvia que estas mejores condiciones hunden sus raíces en el colonialismo histórico y en el neocolonialismo que mantiene la explotación de los recursos de los países de origen, de todos los recursos, incluidos los de la población inmigrada. Llegan para buscarse la vida con su trabajo, para formarse o agruparse con su familia, reclamando su legítimo derecho a la redistribución de la riqueza entre la totalidad de la especie humana.
Son demostradamente falsos los prejuicios que circulan sobre que vienen a vivir de las ayudas sociales. Los datos de la Encuesta de Población de Origen Extranjero, ofrecidos por el Gobierno Vasco en octubre de 2024, establecen la tasa de ocupación de este colectivo en el 62,6%, la más alta de la serie histórica. Desgraciadamente, a estas alturas ya sabemos que, en la guerra cultural que ha entablado la nueva extrema derecha, la verdad tiene relativamente poco peso en la percepción de la realidad.
No cabe achacar a las condiciones de sobreexplotación o irregularidad consecuencias negativas «también para nosotros, plenos ciudadanos, en nuestra plácida convivencia, seguridad, dignidad…» (Olarra, NAIZ 25/09/2024). Ciertamente, nuestra dignidad está amenazada, pero no por las personas migradas, sino por la aceptación de decisiones como la del Ayuntamiento de Donostia que prohíbe a sus ciudadanos dar de comer a la gente que no tiene comida. Se prohíbe ser pobre; el siguiente paso será decretar su eliminación (¿bajo qué fórmula?).
No es infrecuente, en algún sector de la izquierda, presentar el razonamiento de que si el capital habla de la necesidad de trabajadores migrantes, el derecho a migrar está en línea con los intereses del capital.
Escapa a este razonamiento el hecho de que la patronal no se opone a la política de cierre de fronteras, se limita a señalar la necesidad de disponer del número de trabajadores que garantice sus beneficios. No reclama los derechos de las personas (que tienen proyectos, ríen, rezan, tienen familia). La actual situación, que mantiene el flujo migratorio prohibiéndolo, da lugar a una reserva de mano de obra sin derechos sometida a la sobreexplotación que maximiza los beneficios, único interés del capital. Nada nuevo, está en su naturaleza.
La concentración de las rentas del capital ha llegado a extremos nunca antes conocidos, ello ha producido la desposesión de la clase trabajadora y se ha extendido la incertidumbre, la inseguridad y el miedo ante un futuro incierto. El discurso de la nueva extrema derecha se apoya en esta realidad y sitúa en el lugar del culpable de esta desposesión (Elon Musk, Trump) un chivo expiatorio, la inmigración. Hacer suyo ese discurso sería lo último que hiciese la izquierda, supondría firmar su propio suicidio.
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