Esto no es un golpe de estado, ni vamos a entrar en guerra, le corregía o arrullaba a mi hija a 2000 kilómetros de distancia mientras tratábamos de entender porqué no iba a ser posible encontrarnos a finales de mes en este escenario distópico, no tanto por irreal como por indeseable. Las nanas y las distopías sirven para tranquilizar y entretener, pero ambas tienen algo de inquietante: lo imperativo y amenazante para que perdamos el estado de vigilia, de consciencia y nos durmamos.

¿Y si los golpes de estado no fueran como los de antes? Al fin y al cabo, entrar con tricornio en un Congreso y disparar un tiro al techo resulta una distopía bastante regresiva en el túnel del tiempo. El despliegue militar y policial en las ciudades para hacer la guerra al coronavirus, controlando nuestros desplazamientos, repartiendo kits de alimentos e higienizando las calles y su propia imagen, es una estampa más costumbrista en un mundo que acumula y propaga desastres, cada vez menos naturales, a un ritmo exponencial.

El móvil me alerta con un titular en el que el gobierno advierte que los días de pedagogía sobre el estado de alarma se han acabado. ¿De verdad es necesario ese tono totalitario cuando en todas las comunidades tenemos un vecino sobreactuando y sacando el pequeño militar que lleva dentro? Porque la solidaridad se intensifica en momentos de crisis, pero la incertidumbre y el miedo también hacen un trabajo inversamente proporcional. Lección que nos enseñaron nuestras madres y abuelas de lo acontecido en las guerras del siglo pasado contra el fascismo.

Mientras los gobiernos de Grecia y la Unión Europea confinan a miles de personas refugiadas en los campos de las islas, hacinadas y sin agua, en otros lugares de esa misma Europa nos lavamos las manos compulsivamente, a un metro de distancia de una realidad que nos señala, aunque queramos ponerle distancia.

La mejor vacuna para resistir el miedo y la incertidumbre es el sentimiento de comunidad e identidad compartida, barrios con cohesión social, donde las personas se cuidan entre sí.

Como el virus, el capitalismo ecocida oculta su presencia a simple vista, pero a ambos se les sigue el rastro por el reguero de consecuencias nefastas que dejan en nuestras vidas. Tanto uno como otro necesitan un huésped, nuestro cuerpo, para mantenerse vivos, y se reproducen a expensas de los cuerpos que ocupan. La angustia por nuestra salud va pareja a la angustia por nuestra economía y nuestra falta de libertad de movimiento. El neoliberalismo editará el estado de alarma para sacarle el máximo beneficio. No se nos oculta el hecho de que el sueño de una recuperación de la economía a la vuelta de la cuarentena se convertirá en pesadilla si no lo remediamos. Muchos de los empleos perdidos no van a volver y, si vuelven, mutarán en unas condiciones de mayor precariedad y explotación. Con toda probabilidad, el poder hegemónico recurrirá a los instrumentos que conoce: esquilmar y colonizar la salud de un planeta enfermo, incrementar los esfuerzos para incitar a la xenofobia y el racismo contra las personas migrantes, buscando chivos expiatorios y cediendo espacios al neofascismo, apropiarse del trabajo y el cuerpo de las mujeres, alentar la guerra entre pobres o, simplemente la guerra, que tan lucrativa le resulta.

Es inevitable en estos días no recordar a Naomi Klein y ver cómo se activa el patrón de lo que denomina “tácticas de shock” en la situación creada por la pandemia del coronavirus: se espera a que surja una crisis o se ayuda a instigarla, se declara un momento de políticas extraordinarias, se suspenden algunos o todos los estándares democráticos y se impone la lista de deseos de las corporaciones. Frente al shock, según este patrón, las élites gobernantes conseguían convencer a una población atemorizada de la necesidad de atacar los servicios de protección social, privatizar o pagar desorbitados rescates para ayudar a los bancos, ya que según ellos, la alternativa es el apocalipsis económico.

La mejor vacuna para resistir el miedo y la incertidumbre es el sentimiento de comunidad e identidad compartida, barrios con cohesión social, donde las personas se cuidan entre sí. Por eso el sistema redoblará la criminalización de la solidaridad y las respuestas colectivas.

Junto a ello, Naomi Klein también señala que es preciso conectar entre sí la multitud de emergencias en lugar de abordarlas como temas aislados porque muchas de las cuestiones a las que nos enfrentamos son síntomas de la misma enfermedad: una lógica basada en la dominación que trata a muchas personas, e incluso a la propia Tierra, como si fueran desechables.

No es un golpe de estado, hija, pero tampoco las cuarentenas son siempre de 40 días, así que voy a dejar de susurrarte nanas al oído. Aislarse, inmovilizarse y dejarse mandar o alarmar, lo justo. Toca imaginar y mantenerse despierta y en activo más que nunca. Has decidido con tus vecinas crear un huerto en un patio de Berlín después de que el virus o el capitalismo del desastre te hayan arrebatado el empleo como a tantas personas. Yo por si acaso he decidido dejar mi cazuela y mi cucharón junto a la planta que crece al lado de la ventana que da al patio durante toda la cuarentena. De patio a patio. Tu madre.

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