Érase una vez un barrio de Bilbao en el que vivían personas muy diversas: jóvenes y mayores, bebés y ancianas, con nombres castellanos, vascos, africanos y de todas partes del mundo… personas que convivían en armonía y que luchaban por mejorar su barrio.
Una de esas luchas fue conseguir un espacio para practicar deporte y, tras mucho tiempo de
lucha y reivindicaciones, el ayuntamiento finalmente construyó un centro deportivo con piscina y unas canchas cubiertas polivalentes. En esas canchas, abiertas a la gente del barrio y de todo Bilbao, a cualquier hora del día, o de la noche, se podían encontrar jóvenes encestando balones, niñas y niños saltando a la comba, grupos de gente diversa dando patadas a un balón… las canchas eran un espacio de encuentro, de convivencia, de aprendizaje… y de refugio para personas migrantes que, a falta de un lugar digno para pasar la noche, encontraron en esas canchas un techo (frío, pero techo), que les protegía de la frecuente lluvia bilbaína.
Al ver a tantos chicos pasando las noches allí, muchas personas del barrio decidieron seguir con su habitual dinámica de acogida y convivencia y decidieron ayudarles con algo que ni la más gruesa de las mantas puede ofrecer: les dieron calor humano, acercándose a ellos, ayudándoles en lo posible a mejorar su situación…
Pero, como en todos los cuentos, apareció la bruja, el ogro, el lobo feroz, la madrastra malvada… en forma de un grupo reducido de gente que expresó sus quejas al ayuntamiento. Y este, con una celeridad nunca antes vista en el barrio, decidió cerrar con vallas las canchas,
convirtiéndolas en jaulas, con estricto horario de apertura y cierre, lo que imposibilitaba su uso nocturno y evitaba que fueran utilizadas como lecho de descanso de personas migrantes.
Entonces la vecindad respondió con rabia y convocó manifestaciones a las que acudieron
personas de otros barrios que se unían en la lucha. Y pensaron en hacer carteles, en informar a toda la ciudad, en concentrarse frente al edificio consistorial, en luchar y protestar de diversas maneras… porque nadie quiere jaulas, sino espacios abiertos a la convivencia y al disfrute, lugares donde jugar, compartir tiempo y experiencias, aprender, crecer como seres humanos…
Al mismo tiempo que cerraba las canchas, el ayuntamiento abría albergues, pero solo de un
modo provisional, sin dar solución digna a tantas y tantas personas que no disponen de un lugar decente donde dormir, donde dejar sus escasas pero valiosas pertenencias. Y es que, si bien se suele decir que cuando una puerta se cierra, una ventana se abre, la apertura temporal de albergues no es una ventana sino un estrecho respiradero por donde apenas entran la luz y el aire…
Si has llegado hasta aquí te habrás dado cuenta de que no estabas leyendo un cuento sino el
relato de una triste realidad. Y que, por desgracia, la historia continúa y de momento no hay ni moraleja ni “colorín, colorado…”. Y te propongo, querida lectora, querido lector, que te unas solidariamente con el barrio de Atxuri y difundas esta historia para que un día, gracias a ti y a toda la gente que la lea, pueda tener, como si fuera un cuento de hadas, un final feliz.
E. C.