Germán García Marroquín – Activista de Ongi etorri Errefuxiatuak
Lesbos es hoy un lugar de contrastes. El mal, del que llegan huyendo las personas refugiadas, de la desesperación hacia la esperanza; y el bien, que les coge en sus brazos para sacarlos del mar, colocarlos en tierra firme, secarles los pies y darles ropa seca y abrigo.
Es descorazonador ser testigo del éxodo provocado por las inhumanas guerras, persecuciones religiosas y raciales, miseria y represión. Y esperanzador comprobar la capacidad reparadora de la labor realizada por unos cientos de personas voluntarias. La posibilidad de un mundo nuevo (otro mundo es posible) está encarnada en ellas, en sus actos, en su capacidad de solventar los problemas que genera la realpolitik mundial. Es pequeña todavía, una semilla, pero existe, puede crecer, depende de todos nosotros y nosotras que crezca.
Los botes salen de Turquía aprovechando la oscuridad y llegan, con bastante frecuencia, entre las doce de la noche y las doce de la mañana después de cuatro horas de travesía. El viaje cuesta unos mil euros por persona. Hemos estado en varios desembarcos en las playas del sur, entre el aeropuerto y el mirador de Katia.
En el desembarco los jóvenes de menos de treinta años llegan bien en general. Las mujeres valientes amparando a sus hijos desde que pisan tierra y también alguna llorando porque han convivido varias horas con la muerte, la de todos sus hijos. Los hombres abrumados por la responsabilidad contraída al tomar la decisión de embarcar tras comprobar el peligro al que han expuesto a su familia. Las adolescentes quedan como idas, abstraídas de cuanto les rodea con la mirada perdida o vueltas hacia tierra sobre la manta. Algunas mujeres se cubren el rostro con las manos como reprochándose haber puesto en tan enorme riesgo a sus hijos. Los hombres con familia agradecen el trato que recibe su familia, shukran, shukran, thanks, thanks, algunos más enteros, otros más asustados hasta que se dan cuenta que sí, que están en tierra, que ya ha pasado. Muchos encienden un cigarro todavía sin quitarse el chaleco salvavidas.
Llega todo tipo de personas, matrimonios mayores, mujeres solas, un abuelo con un niño de cinco o seis años… Lo más doloroso es ver familias enteras con uno, dos, tres, cuatro hijos. Madres con niños casi recién nacidos que suben a un bote de goma con cuarenta o cincuenta personas más. Seguramente han pasado lo peor, cruzar el mar. Muestran alivio pero no contento, parecen abrumados no sé si por lo que acaban de pasar o por lo que les aguarda, los campos embarrados, la lluvia, el frío, el desprecio a sus esperanzas por parte de los cuerpos policiales que será todo lo que vean de las autoridades y la legalidad de Europa.
Remueve la conciencia el cinismo de las leyes europeas que nos obligan a llevar a nuestras criaturas en coches revisados, en una silla homologada, mientras permiten que familias enteras, con todos sus pequeños, embarquen en la noche en un bote de goma pilotado por un refugiado que nunca ha visto el mar, obligado a ello por las mafias que trafican con personas.
Hemos visto también, en esa misma llegada, a grupos de personas humanas en el sentido pleno de la palabra humanas, personas capaces de sensibilidad y ternura hacia otras personas que acaban de ver y que no verán jamás; en las que no ven color, etnia, religión, condición social… solo personas necesitadas de ayuda. Que les cambian los calcetines mojados secando sus pies con verdadero amor desinteresado, anónimo. Jóvenes, y otros mayores también, que cogen a los niños en el desembarco con el mismo cuidado y amparo que si fuesen sus propios hijos. Emociona presenciar ese derroche de compasión, de identificación con la desgracia ajena.
En la playa todo el mundo tiene una función improvisada pero que funciona y es eficaz. La autoorganización amortiguando la catástrofe que supondría dejar el cuidado del éxodo en manos de las autoridades. Si es por la noche, se encienden focos. Los bomberos entran al agua y acercan el bote a la orilla sujetado por los laterales para dar estabilidad al desembarco y se forma un pasillo desde la proa a la tierra por donde ordenadamente los pequeños son sacados en brazos y enseguida sus madres. Unos y otras se buscan nerviosos nada más tocar tierra. A las personas mayores las transportan en andas para evitar que se mojen. Se forma un pasillo para ayudar en los primeros pasos inseguros por el entumecimiento después de horas de frío y mojadura en la travesía. Se extienden mantas para agrupar a las familias y que los niños no pierdan el contacto con sus madres.
Lo primero quitar los engorrosos chalecos. Se les cambian los calcetines y se les forran los pies con pedazos de mantas térmicas porque no podrán cambiar los zapatos hasta la llegada a los campos. Se les abriga con mantas y se les protege de la humedad de la ropa mojada con mantas térmicas, se les da agua pero no beben mucha, quizá porque han visto demasiada en las últimas horas, unas barritas de chocolate y galleta. Todavía quedan unos minutos para repartir unos peluches y algún juguete a los más pequeños y hacerles unas bromas que les haga recuperar la sonrisa. Todo esto tiene lugar en quince o veinte minutos que tarda en llegar el autobús de ACNUR que los llevará al campo de Moria donde serán clasificados por nacionalidades.
Toda esta atención es prestada por centenares de voluntarios repartidos por toda la isla que dedican sus días y noches, su incomodidad, sueño y esfuerzo a ayudar. Cuidan de los refugiados y todavía son capaces de cuidar de la tierra que los recibe. Se recogen los “salvavidas” (el 70% de ellos falsos), las botellas de agua, vasos, plásticos, ropa mojada… para dejar el espacio limpio. Los salvavidas se llevan a un lugar de la isla donde forman ya una larguísima montaña testimonio de la barbarie que significa esta huida masiva de personas obligadas a dejar su casa, su pueblo, su país, su idioma, sus costumbres.
Sin embargo, no todo es altruismo en la playa. También los que trabajan para las mafias locales aparecen en el desembarco. En un momento desguazan la embarcación, recuperan las tablas que forman el fondo, cortan la goma del bote en tiras aprovechables para nuevos botes y los motores fuera borda serán llevados de nuevo a Turquía y vendidos allí para próximos viajes.
Los equipos de la mafia local actúan abiertamente, a la luz del día o de los focos. Junto a las voluntarias afanadas en las labores humanitarias, otros hacen su rapiña. Comparten el espacio de la playa, no se hablan, no se miran. Los voluntarios, extranjeros en su mayoría, no dicen nada, los rapiñadores están en su terreno y la policía no les importuna en su tarea.
Los refugiados son conducidos de las playas al campo de Moria. Allí Frontex les adjudica una nacionalidad tras una entrevista con sus traductores, y les documenta con un papel, redactado solo en griego, que les autoriza a permanecer treinta días en Grecia. La nacionalidad que figura en ese papel irá abriendo alguna puerta o cerrando todas, ya desde la primera frontera en Macedonia. En solo una semana, este país ha pasado de autorizar el paso de sirios, iraquíes y afganos, a excluir a los afganos y luego también a los iraquíes. El 23 de febrero solo los sirios tenían paso en esa primera frontera. El resto, personas de muchas nacionalidades, va saliendo como puede, ilegalmente.
Una vez más una arbitraria decisión clasifica a las personas por su lugar de nacimiento. ¿Qué relación puede existir entre el trato que merece una persona y su lugar de nacimiento? ¿Alguien puede responder a esta pregunta sin argumentar desde los presupuestos que sostuvieron al fascismo?
En Lesbos los campos de refugiados son campos de paso (salvo personas vulnerables que pueden permanecer en el campo de Pikpa). Se procura un tránsito rápido, registrarse y cambio de ropa o ligero acopio de ropa más adecuada para el camino. Pasan un día o unas horas y por la tarde se trasladan al puerto donde compran el pasaje en el ferry para Atenas.
El campo de Better Days for Moria, atendido por voluntarios, está separado del campo del gobierno, Frontex y ACNUR por una estrecha y empinada pista. Comparten la misma ladera a izquierda y derecha de la pista de acceso. Las tiendas se distribuyen en terrazas con algunos olivos. Cuando llegamos a este campo se está repartiendo ropa y calzado, las voluntarias trabajan ordenando el almacén de ropa y calzado que tarda en secar. Existe un jardín de infancia. Hay una lavandería grande que lleva la organización Dirty Girls que pusieron en marcha dos voluntarias y que ahora ya hace el trabajo de recoger, lavar y secar buena parte de la ropa mojada que traen los refugiados y crear así un nuevo ciclo de uso. Por la tarde se reparten vasos de café o té. A pesar de que el terreno no es muy propicio, un suelo de tierra que con las lluvias se convertirá en un barrizal, los refugiados pasan allí unas horas de reposo en un ambiente tranquilo hasta la hora de bajar al ferry.
Cruzando una pista de tres metros escasos, en el vecino campo de Frontex se vive un ambiente totalmente diferente. Se construyó como instalación militar y está cercado por una doble y alta valla metálica coronada por concertinas que le dan aspecto de cárcel de alta seguridad. Suelo de grijo polvoriento con habitáculos tipo contenedores muy nuevos, todos vacíos. Los refugiados se amontonan en dos colas apelotonadas. La del registro y la del acceso a los habitáculos una vez registrados. Por los alrededores del campo se han instalado algunas barraquillas que venden café y algo de comida. Las mafias de poca monta pululan por aquí a sus anchas vendiendo tarjetas de teléfono a precios desorbitados sin que la policía les moleste, a pesar de que la entrada al campo esté prohibida a personas ajenas al mismo. A este campo solo han dado acceso a las ONGs grandes como Save de Children, MSF, MdM, etc. Oxfam y Mercy Corps se encargan de la comida, comprada a un catering porque se les prohíbe instalar cocinas allí.
En el norte, en Skala Skamnias, a pie de playa, está el campo de Light House en el que una pequeña asociación del mismo nombre atiende con mucho esfuerzo a los refugiados que llegan por ese lado de la isla. Un campo pequeño con capacidad para doscientas personas, bien cuidado, ordenado y atendido. Da gusto comprobar los buenos resultados de la actividad autoorganizada hecha con amor (no encuentro otra palabra que lo explique mejor).
Pikpa, en el sur, es también un pequeño campo que acoge a la gente que llega con problemas y necesita días para recuperarse antes de continuar viaje. Además, en su cocina, bien equipada, se prepara la comida para el campo de voluntarios Better Days for Moria.
Por las tardes, en el puerto se van concentrando las personas refugiadas llegadas desde la noche anterior que saldrán para Atenas en el ferry a las ocho de la tarde. Todos los días, en la explanada se instalan voluntarias con cajas de ropa y los voluntarios de la Fundación REMAR y otros grupos grupos reparten comida cocinada entre las largas filas de refugiados que esperan para embarcar.
Este éxodo de miles de personas llena cada día la explanada del puerto de Mytilini para embarcarse en el ferry que abre su enorme boca para tragarse, ordenadamente, estas largas filas de refugiados que el barco transporta a Atenas y desde allí la ruta continúa hacia Alemania, el nuevo El Dorado.
De todas las impresiones de los pocos días pasados en Lesbos, la que se sobrepone a todas las demás es que hay una reserva de humanismo todavía, no estamos derrotados, personas extraordinarias (o personas ordinarias haciendo cosas extraordinarias) que, durante un tiempo, hacen de la ayuda a sus semejantes su razón de existir, sin contrapartidas. La satisfacción de haber ayudado es su única recompensa. Son las personas más felices, y que me han hecho más feliz, que he visto en mucho tiempo. Se reconocen entre ellos, se abrazan para darse ánimos y sobrevivir en el infierno.
La fuerza de estas personas es imparable. Un señor muy delgado y viejo se pasó todo el día recogiendo la basura que va quedando desperdigada por el suelo en el campo de Better Days for Moria para que siga siendo un lugar habitable para los nuevos inquilinos que cambian cada día. Este hombre representa la fuerza de la fragilidad para cambiar el mundo. No hablaba con nadie, hace su trabajo solo, sin alardes, sin pausa. Al final de la jornada los sacos de basura se apilan a la puerta del campo.
Estamos aterrizando en Bilbao, después de una jornada de viaje, pero tenemos que seguir, como el viejito de Moria, sin aspavientos, sin pausa. Ongi etorri errefuxiatuak!
Germán García Marroquín, integrante de la iniciativa ciudadana Ongi Etorri Errefuxiatuak Bizkaia.
Lesbos, 19 a 23 de febrero de 2016.
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