Juan Hernández Zubizarreta – Activista de Ongi etorri Errefuxiatuak
“Los defensores de las personas en movimiento se enfrentan a restricciones sin precedentes, incluidas amenazas y agresiones, denuncias en el discurso público y criminalización. En concreto, se ha detenido y acusado de contrabando de personas a defensores que han salido al mar para rescatar a otras personas en movimiento, y se les han embargado embarcaciones”. En su informe presentado al Consejo de Derechos Humanos de la ONU el pasado 23 de marzo, el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de las y los defensores de derechos humanos, Michel Forst, apuntalaba con estas palabras la preocupación que diferentes organizaciones sociales tienen frente a la creciente criminalización de la solidaridad con las personas migrantes y refugiadas en tierra europea.
Y es que hoy las diferentes normas penales y administrativas lo mismo se aplican a vecinos y vecinas del valle del Roya, situado en la frontera francoitaliana, que a estudiantes, personas jubiladas, agricultores, bomberos o a misiones de salvamento marítimo. Se extienden tanto a acciones de ayuda humanitaria y sensibilización con ONG como Proactiva Open Arms, Salvamento Marítimo Humanitario o Proem-Aid, como a personas concretas como la activista española Helena Maleno, el sacerdote eritreo Mussie Zerai o el agricultor francés Cédric Herrou.
Ya dice el Relator de la ONU en el informe mencionado que “el simple acto de ofrecer té y galletas a un inmigrante irregular ha sido motivo de enjuiciamiento penal”, y que varios países han ordenado el cierre de comedores sociales, el embargo de embarcaciones de rescate y la demolición de centros de alojamiento temporal. Medidas que van acompañadas de profundas reformas de los marcos normativos, que conllevan la criminalización de las organizaciones que trabajan en favor de las personas migrantes. El aplastante triunfo de Orbán en Hungría va a dar paso a la aprobación de una durísima ley en este sentido.
La directiva 2002/90 del Consejo de la Unión Europea, destinada a definir la ayuda a la entrada, a la circulación y a la estancia irregular, precisa que los Estados miembros deberán sancionar a cualquier persona que ayude a entrar o transitar dentro de la UE a personas no nacionales de un Estado miembro. Y queda a criterio de los Estados no penalizar a quienes actúen por motivos humanitarios. Todo ello está provocando, por un lado, un desorden normativo que genera una falta de seguridad jurídica según cuál sea el Estado en que se ayude a personas migrantes y refugiadas; por otro, que los Estados no apliquen la cláusula humanitaria y, por tanto, que continúe la criminalización en territorio comunitario. ¿Por qué las instituciones europeas no regulan, de manera expresa y precisa, que la ayuda humanitaria y solidaria de quienes apoyen a las personas refugiadas y migrantes no puede sancionarse en ningún caso y en ningún país de la UE?
Estos hechos no son ajenos al contexto específico en que se desarrollan las políticas migratorias, tanto de la UE como de países como Italia. El Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP), en su sesión del 18-20 de diciembre de 2017 realizada en Palermo, ha reseñado una serie de sucesos de máxima transcendencia para comprender toda la complejidad que envuelve la criminalización de la solidaridad. Sin ir más lejos, en relación al el procesamiento de los “buques humanitarios” que actúan en las costas del Mediterráneo.
Los Estados miembros están promoviendo políticas de externalización de fronteras con el apoyo político y económico de la Unión Europea. Son políticas dirigidas contra la migración y realizadas a través de acuerdos con países de origen y de tránsito de las personas migrantes. Tal y como describe el TPP, estos convenios son regímenes para-jurídicos, con modalidades tales como agendas, asociaciones, declaraciones, intercambios de notas, memorandos, etc.; todos caracterizados por la opacidad, la informalidad, el secreto y la arbitrariedad, lo que les permite escapar a cualquier forma de control democrático. Además, las políticas de externalización interpretan de manera muy discrecional la obligación de socorro y fomentan la criminalización de las organizaciones de rescate en el mar o de quienes practican asistencia y solidaridad hacia las personas migrantes y refugiadas.
En el caso de Italia, comienzan con el proceso de Karthoum (2004) y finalizan con los acuerdos bilaterales con países como Egipto (2007), Nigeria (2011), Sudán (2016), Libia (2017) o Niger (2017). El TPP destaca dos de los casos mencionados.
El primero, el memorándum de entendimiento entre Italia y Sudán firmado en agosto de 2016, que no es ajeno al hecho de que el presidente Bashir haya sido condenado dos veces por la Corte Penal Internacional por crímenes contra la humanidad. Este memorándum deja claro que no puede garantizar los derechos humanos, ya que la expulsión colectiva de Europa de los migrantes sudaneses y su exposición al riesgo de tratamiento inhumano y degradante es una prueba fehaciente de la contradicción de este acuerdo con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
El segundo, el memorándum de entendimiento con el gobierno de reconciliación nacional del Estado de Libia. Este no ha tenido en cuenta la inestabilidad del país, cuyas autoridades no están en posición de garantizar la potestad jurisdiccional sobre las violaciones de derechos humanos cometidas contra los migrantes, ya que varios gobiernos supuestamente legítimos y tres grupos militares se autoproclaman como ejércitos legales. Por otra parte, la existencia de centros de detención y de tránsito —de hecho, enormes cárceles a cielo abierto—, junto a la manifiesta complicidad entre “las fuerzas de orden y de seguridad” y las organizaciones de traficantes de seres humanos, son hechos elocuentes de la creciente impunidad. No podemos olvidar que la guardia costera libia está formada por grupos armados apoyados por la UE.
El TPP ha certificado, además, la manera en que los testigos narraron numerosos casos de muertes, deportaciones, desapariciones de personas, encarcelamientos arbitrarios, torturas, violaciones, esclavitud y una sistemática persecución a los hombres y mujeres migrantes. Parece evidente que externalizar las fronteras a Sudán y a Libia implica devolver a miles de personas, cuyos derechos humanos son vulnerados sistemáticamente, al lugar del que huyen. Se subordina la obligación que tienen los gobiernos europeos y las instituciones comunitarias de socorrer y acoger a las personas que se encuentran a la deriva en el Mediterráneo, por acuerdos que priorizan la seguridad y la externalización de fronteras. Lo que acarrea, a su vez, perseguir y criminalizar a las organizaciones y barcos que protegen a quienes escapan de biografías del horror. Así se va consolidando una verdadera asimetría jurídica, que sitúa los acuerdos de externalización de fronteras por encima de las convenciones internacionales de derechos humanos y afianza “las devoluciones en caliente”.
Igualmente, el Tribunal Permanente de los Pueblos constata que la decisión de las instituciones ejecutivas de la UE y de la Agencia Frontex de suspender la operación de socorro Mare Nostrum y la activación de la operación de vigilancia Tritón ha provocado el retroceso de la línea de patrullaje y rescate en defensa de los límites de las aguas territoriales italianas. Esto supone el incremento del número de muertes en el mar, y al mismo tiempo ha comprometido el trabajo de las ONG de salvamento al quedar condicionadas por la obligación de devolución a la guardia costera libia.
En febrero de 2018 Frontex ha puesto en marcha la denominada operación Themis, que ya no obliga a trasladar a las personas refugiadas y migrantes rescatadas en el mar Mediterráneo a Italia. Eso implica, de facto, desplazar a Libia la responsabilidad de salvar a los migrantes en el mar. En este sentido, el director de Proactiva Open Arms, Óscar Camps, ha manifestado que en el puerto de Trípoli se encuentra amarrado el buque Capri de la marina de guerra italiana, desde donde se coordinan los guardacostas libios. Libia se convierte pues en el eje sobre el que bascula la defensa de las personas refugiadas y migrantes, toda una paradoja radicalmente opuesta a la filosofía de los derechos humanos.
Por si fuera poco, todo ello viene acompañado de procesos judiciales contra las ONG que operan en las aguas del Mediterráneo central y de campañas difamatorias en connivencia con el gobierno italiano. Este último, además, ha tomado otras iniciativas dirigidas a disuadir su presencia, como el “código de conducta”, la acusación de complicidad con los traficantes y la extensión de dudas sobre su financiación. Está muy claro que no quiere “testigos humanitarios y solidarios” que cuestionen con su mera presencia la crueldad de las políticas migratorias. El TPP ha escuchado acusaciones detalladas del comportamiento de la guardia costera libia, recogidas durante la declaración de los representantes de la organización alemana Sea Watch, Sos Mediterranée y Proactiva Open Arms, y ha valorado que la responsabilidad debe extenderse al gobierno italiano y a las agencias europeas.
En realidad, los gobiernos europeos y las instituciones comunitarias no solo están eliminando y suspendiendo derechos, también están reconfigurando quiénes son sujetos de derecho y quienes quedan fuera de la categoría de seres humanos. Y eso provoca una nueva etapa en la desregulación del sistema internacional de los derechos humanos. Todo ello tiene una profunda conexión con esa lógica colonial y racista que promueve diferentes derechos para diferentes categorías de personas. Como afirma Camps, “el Sáhara y el Mediterráneo son las auténticas cámaras de gas del siglo XXI”.
No obstante, conviene recordar que las normas internacionales de derechos humanos no avalan bajo ningún concepto que organizaciones de la sociedad civil sean procesadas por prestar ayuda a personas refugiadas y migrantes a lo largo del continente europeo. Si la equidad es un valor vinculado a las políticas públicas, la solidaridad se une directamente con los núcleos esenciales de los derechos humanos, y las personas y organizaciones sociales tienen todo el derecho y el deber de ponerla en práctica, ya que es una exigencia ética ineludible. Es más, prestar ayuda a quien la necesita, más allá de su situación administrativa, está perfectamente adecuado a la filosofía del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Así lo reflejan las convenciones internacionales sobre refugiados, la Declaración sobre los defensores de los derechos humanos en conexión con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Convenio Europeo de Derechos Humanos y el Derecho del Mar, junto a los diferentes informes presentados por el Relator Especial de la ONU sobre la situación de los defensores de los derechos humanos.
Por eso, ayudar a los personas a cruzar el Mediterráneo en la actual situación de reiterado incumplimiento institucional y ausencia de políticas a favor de los derechos humanos es perfectamente legítimo, más allá de la legalidad comunitaria y nacional que prioriza las repatriaciones y “las devoluciones en caliente”. De ninguna manera la ayuda humanitaria y la solidaridad entre seres humanos puede ser ilegal. Como dijo la líder del movimiento sufragista Emmeline Pankhurst en 1908 al jurado que la estaba juzgando, “estamos aquí no por quebrantar las leyes, sino por nuestros esfuerzos por crear nuevas leyes”.
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