Bilbao, 3 de marzo de 2019. Hemos despedido al Aita Mari. Una vez más, llego a casa con la conciencia removida y la rabia instalada en mis entrañas; las palabras se revuelven en mi mente, tengo que sacarlas fuera o seguirán invadiendo mi cerebro impidiéndome pensar con claridad.
Nadie es una isla… Campanades a morts… las ideas se mezclan, mis neuronas necesitan quietud para ordenarlo todo, para elaborar un texto legible que pueda ser leído y comprendido sin dificultad, que sirva no solo para espantar mis demonios sino para denunciar, para gritar, para acusar…
Para acusar, sí, a esa Europa que niega el auxilio a quienes lleva años, siglos, esquilmando. Esa Europa que dice estar siendo invadida y no reconoce que antes fue ella la invasora. Esa Europa que originó tantas guerras y tanto exilio y ahora cierra sus puertas a quien busca en ella asilo.
La fecha del 3 de marzo está unida, inexorablemente, a la tragedia y a la música estremecedora de Lluís Llach, a esas campanadas a muerte que resuenan profundamente…
Esas mismas campanadas me llevan a John Donne, quien allá por 1624 escribió: «Nadie es una isla, una entidad completa en sí misma. Cada ser humano es un trozo del continente, una parte del todo. Si un pedazo de tierra fuera arrastrado por el mar, Europa quedaría reducida, como un promontorio, como la casa de un amigo, o tu propia casa. La muerte de cualquier ser humano me empequeñece, porque soy parte de la humanidad. Por eso, no preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti».
Y al ver esos chalecos salvavidas flotando en la ría solo puedo pensar en las personas que ahora mismo, en el Mediterráneo, no podrán aferrarse a ellos y se sumergirán en la profundidad del mar, sin que nadie les dedique una canción y sin que ninguna campana suene en su recuerdo.
Termino de escribir y mi conciencia sigue inquieta. Siento que mis palabras no son más que un desahogo… ¡qué triste que ese desahogo no se pueda aplicar a quienes fallecen en el mar!
Elena Cardona. Activista de Ongi Etorri Errefuxiatuak
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