Juan Hernandez
Publicado en La marea, el 20/05/2020
Las más de 27.000 personas fallecidas por coronavirus en estos dos últimos meses en el Estado español van a requerir espacios públicos de solidaridad y un largo momento de reconocimiento. El dolor que ha provocado su muerte, en muchas ocasiones en soledad, en aislamiento, sin poder despedirse de sus seres queridos, necesita ser sanado y reparado. Este proceso no pasa únicamente por actos institucionales llenos de solemnidad y pésames oficiales, necesita ser atravesado por la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición.
A lo largo de la historia se han sucedido diversas pandemias. En el caso del SIDA, el dolor y el activismo tuvieron un significado especial para reconstruir los vínculos sociales. Así lo ha descrito Enzo Traverso en Melancolía de izquierda (Galaxia Gutenberg, 2019):
“Necesitaban reconstruir una comunidad destruida, reinventar la amistad, el placer y las prácticas sexuales, aunque se sentían abrumados por las amenazas y rodeados por un entorno hostil y estigmatizante. Muchos de ellos estaban paralizados de miedo e internalizaban el estigma como sentimiento de culpa, la pulsión de muerte transformada en autoagresión. El activismo gay que reaccionó ante esta pulsión de muerte en circunstancias tan trágicas era inseparable de la aflicción y el duelo. En vez de escapar a la melancolía, la canalizó hacia un fecundo trabajo de reconstrucción, creando centros médicos, brindando atención psicológica, defendiendo los derechos recién conquistados y reconstruyendo una red de asociaciones”.
El respeto a la intimidad y al duelo de los familiares y allegados de quienes han fallecido por COVID-19 no está reñido con la necesidad de politizar dichos sentimientos. El sufrimiento en la esfera privada puede dirigirse hacia la reconstrucción de un nuevo modelo social. La pandemia del SIDA, lejos de promover la pasividad y favorecer el retiro en sufrimiento, inspiró una nueva forma de activismo; un activismo procedente del duelo, que se vincula con la tristeza y el luto.
En el marco de la privatización de la sanidad y de las residencias de mayores, todavía hay muchos interrogantes que rodean a las muertes por coronavirus. Sin duda, se tiene que levantar el velo de las responsabilidades concretas por la muerte de todas y cada una de las personas afectadas.
De hecho, ya se han interpuesto diferentes demandas relacionadas con la vulneración del derecho fundamental a la salud, la seguridad en el trabajo y la falta de material de protección de las profesionales de la sanidad pública, así como con la falta de personal, medios, seguridad y precariedad en las residencias de mayores. En el caso de Madrid, 26 familiares agrupados en la Marea de Residencias han presentado una querella contra la presidenta de la Comunidad, el consejero de Sanidad y diez directores de residencias por homicidio imprudente, prevaricación y omisión del deber de socorro.
Junto a ello, existen supuestas responsabilidades políticas y jurídicas vinculadas a la privatización, al lucro sin límite y al negocio por encima de los derechos humanos. No puede olvidarse que diferentes informes científicos y la propia Organización Mundial de la Salud ya alertaban de que “el espectro de una emergencia sanitaria mundial se vislumbra peligrosamente en el horizonte”. ¿Por qué los gobiernos no se prepararon para evitar, o al menos mitigar, los efectos de la pandemia?
Por otra parte, el recuerdo de las miles de personas migrantes desaparecidas en el mar, en las puertas de Europa, nos conecta con la destrucción de seres humanos. El dolor de quienes han perdido a sus seres queridos –sin registro alguno de cuántos desaparecidos y desaparecidas ha habido y sin posibilidad de que sean despedidas con dignidad– no encuentra amparo efectivo en ninguna institución ni tribunal de justicia. Todo esto no puede hacernos olvidar el dolor emocional y la destrucción en vida de tantas personas cuyo único delito es intentar sobrevivir. Cuando perdemos a un ser querido, sentimos que el tiempo y el espacio toman otra dimensión; los familiares y amigos de las personas migrantes desaparecidas han perdido hasta el derecho a la tristeza.
La Caravana de Madres del Movimiento Mesoamericano es un referente organizativo que investiga el paradero de sus seres queridos y exige justicia para las personas migrantes centroamericanas desaparecidas en tránsito por México. Surgida en 2004 en Honduras a partir de una iniciativa en clave afectiva para que las madres compartieran el dolor por la pérdida de sus hijos, hijas, compañeros y familiares que migraron hacia Estados Unidos, el intercambio emocional dio lugar a la Caravana. Posteriormente, se completó con la denuncia y exigencia de responsabilidades ante los procesos migratorios y la violación de los derechos humanos de las personas migrantes. También en este caso el dolor se convirtió en un instrumento de movilización y apertura hacia el espacio público.
La exigencia de verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición se transforman, de hecho, en prácticas políticas frente a la impunidad e indiferencia que atraviesan estas tragedias internacionales. El dolor se politiza, la denuncia y la movilización se humanizan.
Nos encontramos ante dos realidades muy diferentes unidas por un hilo común de destrucción y dolor, que lejos de provocar aislamiento se transforma en nuevos espacios de reorganización social y rebeldía liberadora. Son tiempos donde el duelo, la denuncia y el activismo social resultan imprescindibles para el conjunto de la sociedad, ya que nos encontramos con verdaderas catástrofes humanitarias ubicadas en la absoluta impunidad.
La búsqueda de justicia colectiva, en ambos casos, requiere abordar el hecho de que existe un contexto internacional en el que las responsabilidades penales quedan subsumidas en supuestas deficiencias técnicas, que provocan serias dificultades para tipificar estos hechos como crímenes internacionales. La frialdad y el olvido se imponen a la justicia.
A pesar de ello, se trata de verdaderos crímenes de sistema que acompañan graves violaciones de derechos humanos. Son catástrofes humanitarias vinculadas a un modelo político y económico donde el capitalismo y el patriarcado aparecen como responsables de las millones de personas que fallecen por hambre, guerras, enfermedades, feminicidios, destrucción de ecosistemas y desplazamientos forzados.
Todas estas muertes no pueden quedar impunes, ni provocar indiferencia o resignación. En estos momentos de profundas transformaciones, los sistemas político-económicos han de rendir cuentas por la destrucción de millones de seres humanos.
* Juan Hernández Zubizarreta es investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) y miembro de Ongi Etorri Errefuxiatuak.
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