Hace no muchos días, dos personas próximas, me contaban cómo habían sido violadas la última vez días antes del incendio del campo de Moria. Cada una en situaciones, espacios y por personas distintas. Pero ambas por el mismo motivo: quien les violentó les había reconocido como personas de la comunidad lgtbiq. En el caso de una de ellas, además, esto era algo que con esa persona se venía repitiendo desde hacía tiempo, cada vez que a la otra persona le apetecía. Desesperadas tras huir de su país porque allí no podían expresar su verdadera identidad, llegaron a nuestra Europa buscando la tranquilidad de un reconocimiento, un respeto, que hasta ese día no habían encontrado. Pero tampoco lo han encontrado aquí, ni entre los muros de Moria – ni actualmente en la nueva prisión de Moria2.0-, ni entre los muros que son la burocracia griega, ni entre los muros que son los procesos administrativos europeos.
En su desesperación, al encontrarse viviendo entre personas de su mismo país, incluso del mismo pueblo, que allá les oprimía y les agredía, sin visos de solución ni de cariño por Europa, estas personas están en una situación de extrema vulnerabilidad que les mantiene en un constante riesgo de suicidio. Algunas de ellas habrían pasado a ser una cifra más en las estadísticas de muertes de la necropolítica europea en materia de migración, si no fuera porque en este desierto jurídico/administrativo en el que se encuentran hay personas que trabajamos la afectividad, la seguridad y la legalidad con las personas de la comunidad lgtbiq.
Y no es un trabajo fácil. Sometidas a constante presión de la sociedad, o incluso por sus propias familias, desde la edad más temprana, la vulnerabilidad de estas personas les lleva en muchas ocasiones a aislarse y a mantener dinámicas autodestructivas. Es muy difícil salir de las espirales negativas y destructivas a las que la soledad de esta sociedad nos empuja. Pero lo es menos cuando tienes cerca personas que creen en ti y que están dispuestas a darte la afectividad, el cariño y la seguridad que precisas para ser tú misma.
Aunque no seamos conscientes de nuestros actos para con ellas, estas personas tienen derecho a equivocarse en sus decisiones, y a caerse, a venirse abajo de vez de en cuando. Sin embargo, nuestra sociedad las cuestiona mucho más, les pone límites con más facilidad y les pide (casi exige) fortaleza para enfrentarse al mundo hostil en el que vivimos. Opino, sin embargo, y por eso decía lo de la no consciencia muchas veces de nuestros actos, que hay que acompañarlas en su proceso, no obligarlas a enfrentarse a nada. El hecho de pertenecer a esta comunidad no debe hacer que les pidamos ser adalides de su causa, ejemplos para el resto. Resistir, seguir viva, intentando hacerse un hueco digno entre tanta violencia, ya es suficiente. No busquemos héroes ejemplares que esgrimir ante el resto y decirles: “Mira, ves como si se puede hacer”, “si no lo logras es porque no te esfuerzas lo suficiente”. Su vida merece el respeto de todas nosotras, y quien desea vivirla ya sin pelear está en su derecho.
No les exijamos sacrificios para ser un ejemplo, un referente, ni mucho menos para parecerse al resto. Exijamos al resto el esfuerzo de respetar, entender, abrazar las diferencias, y no verlas como motivo para discriminar sino como feliz expresión de la diversidad humana.
SC Nátzab, Mytilini, Lesbos, 29-11-2020
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