«Es que ya casi no quedan pensiones», me decía Amparo. Ella es una de las mujeres que sobrevive al frente de uno de estos alojamientos económicos que suelen llevar nombre de mujer, se ubican en los cascos viejos de las ciudades y se usan como vivienda cuando no queda otra. Por mi trabajo en el ámbito social mantenemos ciertos intereses en común en lo que a clientela se refiere. Sabía que tenía una habitación disponible, conocía a alguien con necesidad de dormir bajo un techo y quería hacer «match» a toda costa, pero ella se iba de viaje a Galicia a cuidar de una hija – ¡ay, los cuidados!- y no estaba dispuesta a admitir a alguien nuevo en la pensión en su ausencia. Por eso le pregunté si sabía de alguna otra.
Finalmente logró nombrar el fantasma de otra. Y digo fantasma porque lo que hallé en mi búsqueda, si bien coincidían la calle y el apellido que daba nombre a la pensión, en su lugar figuraba otro establecimiento de una cadena hotelera con implantación en 13 ciudades de España, Portugal e Italia; 5 de sus establecimientos en el Casco Viejo de Bilbao, todos ellos orientados al turismo y al nuevo formato de ciudad zombi-escaparate que promueven miméticamente las élites empresariales, financieras y gobernantes. Quiero pensar que en la apropiación del nombre y de todo lo demás, que en la decisión de mantener los nombres de estos espacios de «desaparición social» (Gabriel Gatti, La vida en disputa, 2022, 101), queda un resto de respeto hacia la memoria de quienes alguna vez habitaron estos inmuebles, que incluso murieron en ellos y de quienes siguen habitando la ciudad, con más pretensiones que derechos seguramente.
Lo cierto es que las pensiones pensadas cada vez tienen más de resto arqueológico que de alternativa habitacional para personas viajeras, estudiantes, trabajadoras, migrantes, solicitantes de asilo… Personas con escasos medios todas, precarizadas con toda probabilidad y con malas vidas, que no malas personas, muchas de ellas.
Hubo un tiempo en el que las pensiones alojaban a quienes quizá más tarde serían considerados como ilustres ciudadanos con derechos y que, incluso, mencionaron las pensiones en sus relatos literarios. En el número 3 de la calle Fuentes de Madrid hay una placa con la inscripción «En una pensión de esta casa vivió el joven escritor Benito Pérez Galdós». En su novela «El doctor Centeno» se lee «Subieron al cuarto, que era segundo con entresuelo, por la mal pintada, peor barrida y mucho peor alumbrada escalera, y antes de que llamaran abrió con estruendo la puerta una hermosa harpía». No es la única ocasión en la que hombres afamados usan su pluma contra las mujeres que les daban cobijo en tiempos peores. En la novela «Guzmán de Alfarache» de Mateo Alemán, se dice de ellas “¡Cómo limpian las arcas y qué sucias tienen las casas!».
Hay cuestiones que perduran en el tiempo como embalsamadas: ellos, pobres o adinerados, con o sin pluma, viajeros o con viaje a ninguna parte, siguen dando por hecho que las mujeres son quienes limpian lo que ellos manchan y a un precio siempre abusivo.
Mi compañera Vero, en su búsqueda gemela de pensiones, me dice que en alguna pensión con la que tampoco hizo «match» le dijeron que no son tiempos de buscar en el centro, sino en las periferias.
Hace unos días acompañé a una persona en su traslado del albergue municipal de Uribitarte a otro albergue foral. Aún no había salido el sol pero ya era hora de salir para quienes habían pernoctado allí. Hasta la noche no era posible volver a hacer uso de las instalaciones. Un grupo de unas 6 personas permanecían durmiendo fuera después de pasar la noche al raso.
La ausencia o insuficiencia de infraestructuras como pensiones y viviendas con alquileres asequibles, albergues con centros de atención diurna suficientes, etc. genera un tipo de “violencia infraestructural pasiva” (González Ruibal, 2021). En la otra cara, está la sobrerrepresentación de una infraestructura no orientada para ser habitada por quienes realmente habitan la ciudad, sino orientada al turismo (hostels, viviendas y habitaciones para uso turístico, …). De igual manera, en su versión más precarizada, también se observa en el ámbito de los albergues y recursos institucionales gestionados por ONGs un cierto paralelismo y una orientación hacia la vida en tránsito: hacia otros recursos, hacia otros municipios o ciudades del estado, o hacia otros países europeos en el caso de las personas migrantes.
No se trata de despojar a las pensiones de su carácter de negocio en un contexto de capitalismo carroñero decadente. El estado de abandono de sus instalaciones son una imagen performativa del abandono social al que el sistema aboca a quienes las habitan. Mas bien se trata de colocar en la escena de «aparición social» a quienes el sistema trata de desaparecer, a esos cuerpos envueltos en sudarios-manta que cada fría noche de invierno pernoctan en lugares como los aledaños del Ayuntamiento y del albergue resistiendo al frío, a las políticas públicas y a ser desplazadas hacia la periferia. Poniendo la vida, los cuidados y los derechos humanos en el centro y bajo techo.
Cristina García de Andoin Martín. Educadora social y activista en Ongi Etorri Errefuxiatuak
Publicado en El Correo el 01.02.2024
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